La frescura del café es uno de los factores más importantes a la hora de obtener una taza con buen aroma, sabor y complejidad. En el mundo del café tradicional, se habla constantemente de la fecha de tueste, del tipo de envasado, de la exposición al oxígeno y del deterioro progresivo que ocurre al moler el grano. En el caso de las cápsulas, esta dinámica cambia: no vemos ni olemos el contenido directamente, y muchas veces confiamos en que el sellado “lo conserva todo”. Pero ¿es así? ¿Qué tan fresco es realmente el café en una cápsula?
Para responderlo, hay que entender primero el proceso de envasado. Las cápsulas se llenan con café ya molido, y son selladas herméticamente de inmediato. En este paso, se suele eliminar el oxígeno del interior del envase y se reemplaza por gases inertes como el nitrógeno. Este proceso, conocido como “atmósfera modificada”, tiene como objetivo prevenir la oxidación de los aceites y compuestos volátiles del café, que son los principales responsables del aroma y sabor.
Gracias a este sellado al vacío con gas protector, la frescura se conserva durante mucho más tiempo que en una bolsa convencional de café molido. Una cápsula bien sellada puede mantener características sensoriales aceptables durante 8 a 12 meses, e incluso más si las condiciones de almacenamiento son buenas. Esto hace que sea un formato ideal para quienes no toman café todos los días o desean tener distintas opciones sin miedo a que se estropeen.
Sin embargo, esta conservación tiene sus límites. A medida que pasa el tiempo, incluso con buen sellado, cierta pérdida de frescura es inevitable. El café dentro de la cápsula ya está molido, lo cual acelera la degradación de compuestos aromáticos. Aunque el oxígeno no esté presente, hay procesos internos que van disminuyendo la calidad. Por eso, las cápsulas tienen fecha de vencimiento, y es recomendable consumirlas dentro de los primeros seis meses desde su producción para obtener el mejor sabor posible.
Una diferencia importante frente al café molido en bolsa es que las cápsulas no liberan aroma hasta el momento de la extracción. Esto puede dar la falsa sensación de que no tienen olor o que no están “frescas”, pero en realidad están diseñadas para liberar todos sus compuestos volátiles al momento justo, cuando se inyecta el agua caliente. Ese “shock térmico” libera los aceites, las partículas aromáticas y crea la famosa crema que vemos en la taza.
Las cápsulas también tienen una ventaja adicional: protegen el contenido de factores externos como humedad, luz y manipulación. A diferencia del café en grano o molido, que se abre y cierra constantemente, una cápsula no se expone al aire hasta que es usada. Esto las hace ideales para ambientes como oficinas, habitaciones de hotel o casas donde hay varios tipos de café abiertos al mismo tiempo.
Ahora bien, no todas las cápsulas son iguales. Las de aluminio ofrecen una mayor barrera contra el oxígeno y la luz, y por eso son preferidas por marcas como Nespresso para preservar frescura. Las de plástico pueden ser menos eficaces, y las compostables requieren un equilibrio delicado entre sostenibilidad y hermeticidad. Las cápsulas mal selladas o que hayan estado en ambientes húmedos o calurosos pueden perder aroma incluso antes de su fecha de vencimiento.
Por eso, el almacenamiento también importa. Aunque estén selladas, las cápsulas deben guardarse en un lugar fresco, seco y alejado de la luz solar directa. Nada de dejarlas al lado de la cafetera caliente o en una repisa sobre el horno. Si se almacenan correctamente, pueden ofrecer una experiencia muy satisfactoria, incluso meses después de la compra.
En resumen, el café en cápsulas puede mantenerse sorprendentemente fresco gracias a la tecnología de envasado, pero no es inmune al paso del tiempo. Aunque no iguala la frescura del café recién molido, logra un equilibrio interesante entre conservación y comodidad. Si querés asegurarte la mejor experiencia, fijate en la fecha de producción, elegí cápsulas bien selladas y consumilas dentro de un plazo razonable.