Una de las críticas más comunes hacia el café descafeinado es que no sabe igual que el café tradicional. Y, aunque hay algo de verdad en esa afirmación, la explicación es técnica y no necesariamente negativa: el proceso de descafeinización, en especial si no se hace cuidadosamente, puede alterar compuestos clave del sabor y aroma.
Cuando se extrae la cafeína de un grano verde, también pueden verse afectados otros compuestos solubles como ácidos clorogénicos, aceites esenciales y moléculas aromáticas. Cuanto más agresivo es el proceso (como los químicos mal controlados), más se compromete la integridad del perfil sensorial del grano. El resultado puede ser un café plano, con poco cuerpo, sin brillo ácido y aroma débil.
Sin embargo, los avances tecnológicos han mejorado notablemente esta situación. Métodos como el suizo de agua o el de dióxido de carbono permiten conservar la mayor parte del sabor original, logrando cafés descafeinados complejos y balanceados.
También es importante considerar el origen y calidad del grano. Si se utiliza un grano de baja calidad para producir café descafeinado, el resultado será pobre, con o sin cafeína. En cambio, si se parte de cafés de especialidad bien cultivados y se aplica un método respetuoso, el sabor puede ser sorprendente. De hecho, en catas a ciegas, muchos baristas profesionales han tenido dificultades para distinguir un buen descafeinado de uno tradicional.
Además, el tueste y la preparación final también influyen. Muchos tostadores diseñan perfiles específicos para resaltar lo mejor de un descafeinado, evitando sobrecocinarlo y adaptando el molido a métodos como espresso o filtrado.
En resumen, sí, el proceso de descafeinización puede afectar el sabor, pero no necesariamente lo arruina. Un buen café descafeinado puede ser tan delicioso y complejo como uno con cafeína, siempre que se trabaje con respeto desde el origen hasta la taza.