El Cold Brew, aunque hoy parece una tendencia moderna, tiene una historia que se remonta varios siglos atrás. Su origen no está en los bares hipsters ni en las grandes cadenas de café, sino en tradiciones culturales antiguas, especialmente en Asia.
El antecedente más lejano documentado del café frío preparado por inmersión se encuentra en el siglo XVII en Japón, con el llamado método Kyoto-style. Los comerciantes holandeses que navegaban por el sudeste asiático llevaron granos de café a Japón y, para facilitar su preparación a bordo, lo dejaban infusionar en agua fría durante horas. Los japoneses perfeccionaron esa técnica, usándola para obtener un café suave, limpio y elegante, gota a gota. De allí surgió el clásico sistema de torres de vidrio que aún se ven en cafeterías especializadas.
Durante siglos, esta forma de hacer café frío permaneció relativamente oculta fuera de Asia, hasta que en el siglo XX algunos baristas experimentales en Europa y EE.UU. redescubrieron la técnica. Sin embargo, fue recién en la última década que el Cold Brew se popularizó a gran escala, en parte gracias a su perfil suave, su capacidad para prepararse en lotes grandes y su buena conservación.
El gran salto comercial llegó cuando marcas como Starbucks lo incorporaron a su menú. A partir de 2015, el Cold Brew se transformó en un producto masivo, con botellas listas para beber en supermercados, variantes con nitrógeno (nitro cold brew) y sabores para todos los públicos.
Hoy, el Cold Brew es un símbolo de una nueva cultura del café, que valora la extracción lenta, el control del proceso y el descubrimiento de nuevos sabores. Su historia demuestra que incluso en una taza de café frío hay siglos de tradición, ingenio y evolución detrás.