El arribo del alfajor a América no fue simplemente una importación gastronómica, sino un reflejo del proceso de mestizaje cultural que se produjo tras la colonización. Si bien el alfajor tiene raíces andalusíes, su llegada al continente americano, especialmente al virreinato del Río de la Plata, supuso un punto de inflexión donde comenzó a adoptar formas, ingredientes y significados propios.
Durante los siglos XVI y XVII, los dulces traídos por los conquistadores se mezclaron con ingredientes autóctonos como la miel de caña, el maíz y frutas regionales. El alfajor no fue ajeno a esta transformación. En las zonas andinas, por ejemplo, comenzó a prepararse con harinas alternativas y rellenos frutales, mientras que en el sur del continente se fue inclinando hacia el uso de dulce de leche, producto que con el tiempo se volvería emblemático.
Esta adaptación regional también estuvo determinada por la influencia de los conventos, donde muchas recetas tradicionales se preservaron y evolucionaron. Las monjas en los conventos de Lima, Córdoba y Sucre fueron clave en mantener viva la tradición repostera traída de España, mientras la adaptaban a los ingredientes locales disponibles.
A medida que el alfajor se difundía, pasó de ser un producto artesanal a una golosina popular entre todas las clases sociales. De esta forma, el alfajor se convirtió en un símbolo tangible del sincretismo entre lo europeo y lo americano, entre la tradición y la innovación, en el corazón mismo de la historia latinoamericana.