En la obra de Julio Cortázar, el café aparece muchas veces sin imponerse. No es protagonista, pero tampoco decorado. Es parte del ritmo, del tono, del aire que respiran sus personajes. Y como todo en Cortázar, ese café nunca es solo una taza: puede ser pausa, excusa, disonancia, o incluso frontera entre lo real y lo extraño.
En cuentos como La autopista del sur, Casa tomada o Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj, el café está presente de forma casi automática. Los personajes lo toman como parte de su rutina, pero dentro de esa rutina ocurre siempre algo que se desarma. El café funciona como ancla de normalidad antes de que lo fantástico o lo absurdo se instale.
En Final del juego, por ejemplo, los personajes se encuentran en un tiempo suspendido, entre juegos de infancia, cartas escondidas y revelaciones mudas. Y en el fondo, hay un café como punto de reunión, como lugar que parece conocido pero encierra cierta inquietud. En Cortázar, lo más cotidiano suele ser también lo más inestable.
Cortázar mismo era bebedor de café empedernido. En entrevistas y cartas, menciona cómo escribía largas horas con café al lado. En Rayuela, su novela más emblemática, el café aparece de forma constante: no solo como bebida, sino como lugar físico donde los personajes (Horacio Oliveira, La Maga y el Club de la Serpiente) piensan, discuten, se aman y se pierden. Las tertulias que tienen en cafés de París son tan centrales como los pasajes introspectivos.
En Rayuela, hay una frase que lo resume todo:
“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando constantemente formas que no servirán de nada. Lo cierto es que a la Maga y a Oliveira les gustaba sentarse en un café sin apuro.”
Y en esa frase está toda la magia: el relato no está decidido, pero el café sí. El café es punto de partida.
En Historias de cronopios y de famas, hay textos breves donde lo absurdo y lo poético conviven en escenas que podrían empezar con “una taza de café”. Porque para Cortázar, el mundo es un lugar levemente desajustado, y el café —que debería ser símbolo de orden, de rutina— aparece como parte de ese escenario inestable.
En resumen, el café en los cuentos de Cortázar no es decorado ni rutina vacía. Es parte del ritmo, del pensamiento, del desvío. Es pausa y compañía, pero también entrada a lo inusual. Y, como sus cuentos, parece simple al principio, pero siempre esconde algo más.