Hay algo en el café que exige pausa. Que pide sentarse, mirar por la ventana, bajar la voz o perder la mirada en el vapor que se eleva. Ese gesto, tan cotidiano como íntimo, ha inspirado a poetas de todo el mundo y ha sido capturado con sensibilidad por directores de cine. El café, así, se vuelve poesía visual y poesía escrita, a veces al mismo tiempo.
En la poesía, el café suele aparecer como símbolo de melancolía, deseo, espera, rutina o pensamiento profundo. El chileno Pablo Neruda, por ejemplo, en sus Odas elementales, escribió una oda al café donde lo llama “negra delicadeza”, y lo vincula con el misterio del despertar y la conexión humana. En un verso dice:
“El café nos une con la claridad, / con el fuego, / con el humo, / con la tierra.”
Otros poetas como Jacques Prévert, Lawrence Ferlinghetti o Alejandra Pizarnik también usaron el café como símbolo: de madrugada, de insomnio, de escritura en soledad o de mesa compartida. En muchos poemas, el café no se nombra directamente, pero se lo intuye en los gestos, en los horarios, en el tono.
En el cine, esa dimensión poética del café aparece en películas donde la acción cede lugar al estado. Un ejemplo hermoso es Paterson (2016), de Jim Jarmusch, donde el protagonista —un chofer de colectivo que escribe poesía— empieza cada día con una taza de café, sentado en silencio. No hay música épica, no hay diálogos fuertes. Solo un hombre, una libreta y una taza. Y ese ritual mínimo es el poema.
En películas como In the Mood for Love (Wong Kar-wai), el café aparece como espacio de deseo contenido: personajes que se cruzan en pasillos o bares, que se observan mientras beben, que no se dicen lo que sienten, pero lo comunican con cada gesto pausado. En esas escenas, el café es silencio compartido.
Hay también una belleza poética en el cine de Aki Kaurismäki, donde los personajes marginales, callados o solitarios encuentran en una taza de café la única certeza del día. En Le Havre, el café aparece como gesto de solidaridad: no se pregunta nada, se sirve.
Así como el poema necesita ritmo, espacio y respiración, el cine poético también necesita pausas, y el café es su aliado perfecto. Una taza puede marcar el cambio entre dos escenas, o entre dos estados emocionales. Puede ser un plano fijo o un detalle mínimo que condensa todo lo que el personaje no dice.
En literatura y cine, el café no necesita justificar su presencia. Está porque pertenece a los rituales humanos más universales: observar, esperar, recordar, escribir, sentir. Y en esa universalidad, se vuelve puente entre el arte y lo cotidiano.