El café es una de las bebidas con mayor riqueza sensorial del mundo. Su sabor se construye sobre un equilibrio delicado entre acidez, amargor y astringencia, lo que lo convierte en una experiencia compleja y fascinante para el paladar.
Contrario a lo que muchos creen, la cafeína solo aporta una parte del amargor —aproximadamente un tercio—. El resto proviene de compuestos fenólicos y pigmentos oscuros que se liberan más lentamente durante la extracción.
En cuanto al aroma, el café es una auténtica sinfonía química: más de 800 compuestos volátiles han sido identificados. Estos dan lugar a notas que evocan desde nueces, chocolate y caramelo, hasta miel, té, frutas, flores, pan tostado, especias, tierra, manteca, vino e incluso carne curada.
Entre las variedades, los cafés robusta se caracterizan por tener mayor contenido de compuestos fenólicos que los arábica, lo que les confiere un perfil más intenso, con aromas ahumados y de alquitrán, especialmente apreciados en tuestes oscuros. Además, los robusta tienden a ser menos ácidos que los arábica.
Por su parte, la leche o la nata ( crema) suavizan la astringencia del café gracias a sus proteínas, que se unen a los taninos y compuestos fenólicos. Sin embargo, estos mismos ingredientes también atenuan el aroma y el sabor general de la bebida, al bloquear parcialmente las moléculas aromáticas.