Detrás de cada cápsula de café que colocamos en una máquina y activamos con un botón, hay una cadena de producción compleja, precisa y altamente tecnificada. Aunque la cápsula parezca simple —un pequeño envase con café molido dentro—, su fabricación involucra decisiones clave que impactan directamente en la calidad del café final, en su conservación y en su sustentabilidad.
Todo comienza con la selección del grano. Cada fabricante elige los orígenes de sus cafés en función del perfil que desea ofrecer: más dulzura, más cuerpo, mayor acidez, o sabores exóticos. Se pueden utilizar cafés de origen único o blends, generalmente compuestos por granos arábica, robusta o combinaciones entre ambos. En muchos casos, estos granos llegan crudos a la planta de producción, donde serán tostados in situ.
El paso siguiente es el tueste, que se realiza en tambores giratorios a temperaturas controladas. El grado de tueste varía según el perfil buscado: un tueste claro resaltará notas frutales y florales; uno oscuro ofrecerá más cuerpo y amargor. Aquí es donde se definen en gran parte los aromas que percibiremos en taza.
Tras el tueste, el café pasa por una etapa de desgasificación, en la cual se permite que escape parte del dióxido de carbono generado durante el tueste. Si este gas no se libera, puede afectar la presión interna de la cápsula y alterar la extracción. Luego, se procede a la molienda, ajustada milimétricamente según el tipo de cápsula. No todas tienen la misma molienda: las cápsulas para espresso requieren una molienda fina; otras, como las de sistemas de bebidas más largas, usan una molienda un poco más gruesa.
El café molido se transporta en líneas cerradas hacia el área de llenado automático. En esta fase, las cápsulas (que ya han sido formadas o posicionadas en moldes) se llenan con una dosis precisa de café —generalmente entre 5 y 8 gramos—. La precisión es esencial: una diferencia mínima puede alterar la presión durante la extracción y modificar el sabor.
Después del llenado, viene uno de los pasos más críticos: el sellado hermético. Esto se realiza en una atmósfera modificada, es decir, con inyección de gases inertes (como nitrógeno) que reemplazan el oxígeno del interior. Este paso asegura que el café no se oxide ni pierda aroma con el paso del tiempo. La cápsula se cierra con una lámina de aluminio o material compostable, que debe soportar la presión y la temperatura de la máquina.
Una vez selladas, las cápsulas pasan por controles de calidad: pesaje, inspección visual, pruebas de resistencia, sellado correcto y, en algunos casos, test de extracción. Solo las cápsulas que cumplen todos los parámetros se envasan para distribución. Las que presentan errores se descartan o se reprocesan.
En paralelo, se embalan en cajas y se etiquetan con códigos de lote, fecha de producción y vencimiento. En muchos casos, también se imprimen los perfiles de sabor, la intensidad o la recomendación de consumo (espresso, lungo, etc.). Las cápsulas pueden ser embaladas individualmente o en packs, según el formato comercial.
Si hablamos de cápsulas ecológicas o compostables, el proceso incluye pasos adicionales: se utilizan materiales como bioplásticos (PLA), fibras vegetales o pulpas prensadas. Estos deben ser resistentes al calor, compatibles con las máquinas, y al mismo tiempo biodegradables en condiciones industriales o caseras. Su fabricación es más costosa y requiere sellados más sofisticados, ya que suelen ser menos herméticos que el aluminio.
En resumen, fabricar una cápsula de café no es simplemente meter café en un envase: es una coreografía precisa de selección, tueste, molienda, llenado, sellado y control, todo pensado para ofrecer una experiencia uniforme, estable y sabrosa. Y aunque el resultado sea inmediato y automático, detrás hay tecnología, ingeniería y una gran cantidad de decisiones invisibles que buscan reproducir, en cada taza, el café perfecto.